El ámbar es de color rojo

SANDRA DE LOS SANTOS

Simojovel.- La minería realizada como la época prehispánica es en pleno siglo XXI para un centenar de jóvenes de Simojovel su única forma de sobrevivencia.
“En siete días no hemos entrado nada, ni un solo pedacito de ámbar” dice Hernán Pérez minero de la comunidad El Porvenir, municipio de Simojovel, mientras no deja el cincel y el martillo.
Aunque no hallan nada, tendrá que al propietario del terreno –donde se ubica la mina- 400 pesos, aunque en otros lugares la cuota llega hasta los mil 500 pesos, dependiendo el tipo de ámbar que se ubique en la zona.
Hernán sigue cavando y se topa con una especie de ladrillo molido, toma un poco y dice con tristeza “aquí hubo ámbar rojo”, tira el puño de tierra y después se da cuenta que todavía hay resina en esa parte de la mina, no es mucho, pero es lo primero que ve, desde hace siete días.
En las minas de Simojovel se puede encontrar ámbar de diferentes colores: rojo, café, verde y amarillo, éste último el más común. El ámbar rojo y con insectos es el más cotizado por los coleccionistas y paleontólogos. El costo de una pieza que tenga un insecto es hasta cinco veces más que otra que no lo tenga.
En la comunidad de Guadalupe Victoria el arrendamiento de los terrenos son más caros y es que en las minas de ese lugar es común descubrir ámbar rojo. Las minas están localizadas en terrenos ejidales. Los que desean explotarlas tienen que ser de Simojovel, es un acuerdo de las comunidades. Lo que encuentran los mineros es de ellos, pero tienen que pagar una cuota de arrendamiento a los ejidatarios.
El trabajo de los ambareros es mucho de suerte, hay días que pueden hallar un cuarto o hasta un kilo de ámbar, pero puede un mes sin sacar ni un gramo de resina. Esos días se hacen eternos.

Minas convertidas en sepultura

Las minas de ámbar no son peligrosas en su interior, al menos no tanto como son por fuera, donde la tierra es muy frágil y cualquier mal paso puede costar la vida.
Por el tipo de suelo de los cerros no se puede trabajar en temporada de lluvia por los frecuentes deslaves, pero los mineros se arriesgan y continúan extrayendo la resina, ha sido en esa época del año cuando han ocurrido más accidentes. A diferencia del norte del país las viudas de los mineros de Simojovel no reciben ninguna indemnización y muchas veces ni el cuerpo de sus maridos. La sepultura de los trabajadores son las propias minas.
Según cuentan los propios mineros, al menos dos de sus compañeros quedan atrapados en las minas cada año. Los habitantes de las comunidades tratan de rescatarlos, pero pocas veces logran sacarlos con vida.
Ni las propias autoridades municipales saben el número exacto de los trabajadores atrapados en las minas ya que muchos de ellos ni con acta de nacimiento contaban. Nunca nacieron el registro de su muerte sería inútil.
El delegado en Chiapas de la Secretaría del Trabajo y Prevención Social, Armando Santiago Contreras señaló que el gobierno federal no regula la extracción del ámbar en los municipios de Simojovel, Huitiupan, El Bosque, Pueblo Nuevo Solistahuacán, Pantelhó, San Andrés Duraznal y Tapalapa, aunque reconoció que la actividad minera en Chiapas se realiza con mucho riesgo.
Explicó que debido a que el ámbar no es un mineral, sino una resina la legislación no contempla que la federación deba de regular su extracción


A pie o en cuclillas

Para ingresar a las minas es necesario un guía, de lo contrario el recorrido es inútil. Sebastián Gómez Gómez artesano de Simojovel accede a llevarnos, pero caminando. Una hora de camino de la cabecera municipal a las minas “Los Pocitos”.
El camino es de laderas de cascajos, donde las mujeres acostumbran sacar pedacitos de ámbar que dejan escapar los mineros, pero lo mucho que sacan con este trabajo son 20 pesos diarios.
Estas mujeres son las que impiden que avancemos hacía las minas, dicen que la asamblea ejidal prohibió la entrada a turistas y que es mejor regresar.
El hermano de Sebastián nos ofrece llevarnos a las minas de El Porvenir, que están kilómetros más adentro que la de los “Pocitos”, está seguro de lograr convencer a los mineros que nos dejan ingresar a su lugar de trabajo.
Convencerlos no fue fácil, después de una negociación en tzotzil entre el guía y los mineros, éstos accedieron. Lo único que lográbamos entender del diálogo entre los trabajadores y el guía era lo del acuerdo entre ejidatarios, que ya habíamos escuchado y la promesa del guía de entregarles un refresco de cola “una jumbo” si es que nos dejaban entrar.
“La jumbo” tiene un poder persuasivo entre los mineros, talvez el mismo que tienen las botellas de coñac para algunos políticos. El calor, saber que tienen que caminar más de una hora para regresar a su comunidad y la frustración de no encontrar nada en el día hace que los mineros vean tan convencedora una coca-cola.
Mientras más años de explotada tenga una mina su acceso es más fácil, en algunas se puede entrar caminando, otras la exploración se tiene que hacer en cuclillas o pecho tierra.
Los mineros, indígenas tzotziles trabajan en esos lugares con velas, hacerlo con lampara les resulta muy costoso. Entran a las minas descalzos, sin camisa y un trapo amarrado a la cabeza, el calor es muy fuerte bajo la tierra.
Sus herramientas consisten en picos, palas para remover escombros, marros y cinceles para buscar el oro chiapaneco, como algunos le han llamado al ámbar.
La extracción del ámbar por los tzotziles de Simojovel sigue siendo igual a como lo hacían sus antepasados. El ámbar en la época prehispánica se utilizaba para distinguir a los grandes soldados que no tenían ni a la guerra ni a perder la vida. Ahora, quienes sacan el material de la tierra son quienes se distinguen por no temerle a la muerte.

Historias en el malecón de Veracruz

SANDRA DE LOS SANTOS



Veracruz, Veracruz.- Caminan despreocupadas por el malecón del Puerto de Veracruz, avanzan unos metros y se detienen a ofertar entre los turistas sus blusas tradicionales provenientes de Chiapas. A diferencia de su estado natal aquí no les regatean tanto, ellas dicen 120 pesos y quien desea la prenda la toma o la deja.
Algunas andan en grupo, se acompañan, miran el mar y los barcos juntas, toman unas glorias –raspados- y siguen su camino, son las indígenas tsotsiles de Chiapas, que desde hace seis años han emigrado a diferentes partes de Veracruz para vender sus artesanías.
La vida en esta parte del países más cara, la renta de un pequeño cuarto en el puerto es de mil 800 pesos mensuales, pero las tsotsiles que emigran lo pueden pagar, sin problema.
“Nos va mejor que allá –Chiapas-. La gente no pide que de uno más barato la ropa y compra más. A veces vendemos hasta ocho o diez blusas, pero a veces no vendemos nada o andamos caminando para vender sólo una blusa o un cincho”, dice Guadalupe, originaria del municipio de San Juan Chamula es un español bastante fluido.
Algunas tsotsiles tienen un puesto formal en el malecón de Veracruz, pagan impuestos y hasta trabajadores, pero la mayoría son vendedoras ambulantes y no terminan de establecerse ahí, su vida transcurre entre Veracruz y Chiapas.
Es incontable el número de tsotsiles que hay en Veracruz o en otros de México. Según el último censo de población y vivienda del Instituto Nacional de Geografía, Estadística e Informática (INEGI) 45 mil 240 chiapanecos han emigrado del estado, muchos de ellos autóctonos.

MARÍA LA ANDARIEGA

En la última corrida del Puerto de Veracruz a Chiapas, Maria Elena y Guadalupe, indígenas tsotsiles del municipio de San Juan Chamula parten a su lugar de origen, confían que el viaje sea tranquilo y que en 10 horas estén en su comunidad.
María comenta que ya perdió la cuenta del número de veces que ha realizado el recorrido de Veracruz a Chiapas y viceversa, desde hace tres años vino al Puerto con su amiga Guadalupe, quien ya conocía el lugar y desde ese entonces pasa dos meses en Veracruz y 15 ó 20 días en San Juan Chamula, Chiapas.
“Me gusta más Veracruz, gana uno más, las blusas que allá en San Cristóbal vendemos en 40 acá las damos en 120 pesos. Aquí es más bonito, hay barcos donde sea y no hace tanto frío como ella”, cuenta María, quien luce su vestimenta tradicional, la falda es menos gruesa que lo común por el calor que hace en el Puerto.
María es curiosa y andariega, pregunta cómo es Monterrey, Tampico y el Distrito Federal. “Se ha de ganar bien allá porque hay más gente” comenta como pensando en voz alta mientras fija su vista en la carretera, Veracruz empieza a quedar atrás.
Mari tiene 19 años y con seguridad dice que no tiene la más mínima intención de casarse porque eso le significaría quedarse en su comunidad y viajar le gusta demasiado. Regularmente las indígenas que emigran son jóvenes.
- ¿Puedo tomarte una foto?
- Si, como no, dice María al tiempo que se arregla el pelo y abraza a Elena, su hermanita de ocho años.
Con mucha claridad explica por qué los tsotsiles no se dejan fotografiar: “a caso tu te dejas tomar fotos en la calle por gente que no conoces y no le preguntas para qué las quiere”.
María deja la plática y empieza a ver la película que proyectan en el autobús, el filme es inglés y subtitulada en español, pero ella no sabe leer, aún así dice que le entiende perfectamente por las imágenes.
Después de un par de escenas, María y Elena duermen tranquilas abrazada una a la otra con un chal que las cubre del frío artificial. San Juan Chamula las espera.

¿PEDRO SERÁ MARINERO?

Caminan juntos por el malecón de Veracruz, uno va impecable con su traje blanco de marinero, su andar es erguido y con la vista al frente. A lado va Pedro, con una camisa que alguna vez fue blanca, un pantalón azul, sus huaraches y una cajita de madera con gomas de mascar, chocolates, cigarros y paletas. El caminar del indígena tsotsil es tranquilo, a veces mira al suelo, otras voltea la vista hacia el mar y los barcos y como sin querer mira de arriba hacia abajo al marinero que va a su costado.
Pedro es callado, dice que llegó al Puerto de Veracruz hace un años, pero antes estuvo en el Distrito Federal, salió de San Juan Chamula hace dos años y medio y sólo dos veces ha ido a su comunidad desde que emigró.
Chiapas no le gusta porque dice que él allá es muy pobre, pero en Veracruz le va igual, apenas gana para su comida diaria y a veces para cooperar en la renta de un cuarto que comparte con otros indígenas de Chiapas y Oaxaca.
Los llamados “chicleritos” son una exportación de Chiapas para el país y es que por la pobreza que persiste en la entidad muchos indígenas deciden emigrar para dedicarse a la venta ambulante en otros estados de la república. En el Puerto de Veracruz y Xalapa es común ver a los “canguritos” chiapanecos.
En San Juan Chamula, Pedro que tiene 18 años, dejó a su familia y una milpa que sus hermanos menores tienen que cuidar, él es el cuarto de nueve hermanos, algunos emigraron a Estados Unidos y sólo tres están en su comunidad Tres Cruces.
-No me quiero regresar, pero tampoco me quiero quedar acá. Yo quisiera irme en el barco, comenta Pedro viendo hacía el muelle.
- ¿A dónde? ¿Quieres ser marinero?
-No, yo no quiero ser marinero, pero me quiero ir en el barco a otro lugar.
El viaje en barco tendrá que esperar, por ahora, Pedro solo puede transportarse en el camión que le cobra 5 pesos de donde vive al malecón o al centro histórico.
Con timidez, Pedro confiesa que le gusta ver bailar danzón a los veracruzanos en el parque, dice que se ven “chistosos” con su traje blanco, su sombrero y moviéndose de forma lenta y abrazando a esas mujeres altas y con abanico en mano.
“Me tengo que ir”, dice el joven, se va caminando por el malecón viendo los barcos y a los hombres y mujeres que se dirigen al zócalo a bailar danzón. El son que le toca bailar a Pedro es otro.

Mujeres de tacón dorado

SANDRA DE LOS SANTOS CHANDOMI


El vestido rojo de lycra que lleva puesto muestra la forma de su cuerpo de una manera grotesca, sus senos no son de una jovencita, sino de una madre que ya dio de amamantar tres hijos, está llena de estrías de las que quedan después del embarazo.
Ella es Margarita “a secas” en este lugar no hay apellidos y a veces ni nombre, a pocos hombres les interesa saber cómo se llama la mujer que les está abriendo las piernas a cambio de 30 pesos.
Bienvenidos a la zona de tolerancia de Tuxtla Gutiérrez, mejor conocida como zona galáctica, este lugar podría pasar fácilmente como una unidad habitacional, eso si de muy bajo costo, hay tiendas, cocinas económicas, canguritos, áreas verdes y hasta una cancha de basquebol, que nunca es usada.
Es martes a mediodía, decenas de mujeres entran y salen de la unidad médica de la zona de tolerancia de Tuxtla Gutiérrez, es día de revisión médica a todas le toman la muestra de VIH-Sida y pasan a consulta médica para descartar alguna enfermedad de transmisión sexual. Por este servicio las mujeres que trabajan en este sitio pagan 56 pesos cada semana.
Algunas están nerviosas por la revisión médica, temen una mala noticia, dicen que se cuidan, pero que “a veces” aceptan 200 pesos por hacerlo sin protección, aunque si les detectan una enfermedad las suspenden de su trabajo y pueden perder más de lo que ganaron y es que el tratamiento de una infección mínimo sale 500 pesos.
Yolanda llegó apurada a su consulta fue a dejar a sus hijos a la escuela y hoy ella no trabaja. Dice que los martes no son buenos días y que prefiere quedarse en casa para lavar y hacer quehaceres domésticos.
“Sólo vine a la revisión porque sino, no me checan el tarjetón y no puedo trabajar, yo estoy segura que no tengo nada porque siempre le pongo condón al cliente, si no, nomás no les dejo entrar, todas sabemos que podemos enfermarnos y aquellas que aceptan hacerlo sin condón ya saben a lo que se arriesgan. Hoy no me voy a quedar es que los lunes y martes son muy flojos si no son quincena” dice esta mujer de 38 años que anda vestida como cualquier otra ama de casa, blusa blanca, falda rosa hasta las rodillas y maquillaje.
Yolanda señala que el día está muy flojo, pero aún así se ven muchos hombres paseándose por los pasillos de la zona de tolerancia, éste lugar está dividido en 18 módulos, cada módulo con 10 cuartos, es decir hay 180 cubículos, de los cuales 140 están ocupados el resto se encuentra en total abandono. Cada trabajadora paga 25 pesos diarios por el cuarto lo use o no.
Karla es una de las mujeres más jóvenes de la zona galáctica, tiene 26 años de edad, las demás oscilan entre los 30 y 45 años, la más grande tiene 58 años.
Vestida con baby doll azul y sin ropa interior abajo, Karla asegura que todas las mujeres que trabajan acá son madres y que muchas han gestado a sus hijos en estos cuartos tan pequeños donde apenas cabe una cama, una mesa de televisión y que todo el tiempo están oliendo a aromatizantes de piso.
-Más de una de acá no sabe ni de quien es su hijo y es que en los buenos días uno se llega a echar hasta 20 clientes al hilo.
- ¡Veinte!
-¡Hay! Mi reina, si aquí no es como que si tuvieras sexo con tu novio, aquí a lo que vienen a tocar lo más que puedan, porque atrás viene el otro. Nada de besos y no por otra cosa, sino porque los hombres saben que tienen poco tiempo y prefieren chuparte una teta a estar besando, comenta Karla con la naturalidad de quien habla de su labor diaria.
En la pared del cuarto de esta mujer hay una imagen del Papa de Juan Pablo II, que contrasta con el resto de las imágenes que muestran mujeres desnudas masturbándose o teniendo sexo oral.
La mayoría de las mujeres que trabajan en la zona, empezaron en este oficio ya adultas y con hijos en brazos. La historia de Jazmín es de telenovela, pero hasta ahora no ha llegado su príncipe azul a rescatarla y desde hace muchos años dejo de esperarlo.
“Yo no soy de Tuxtla, vengo de una comunidad, me vine porque mi papá me pegaba mucho y quedé embarazada y dije si me quedo me mata. Me vine a buscar a mí novio, el que me dejo con la panza, pero nunca lo encontré, me puse a trabajar de mesera en una cantina y ahí ya bolos los hombres me tocaban, quise buscar trabajo de criada, pero con niños no te lo dan, entonces me puse a trabajar en la cantina no sólo como mesera sino también en otras cosas, pero creía que todavía iba a encontrar a mí novio cuando mí hijo hizo seis años me di cuenta de que nunca lo iba a encontrar”, ahora el hijo de Yazmín tiene 12 años y no tiene la más mínima idea del oficio de su mamá.
Marisela es una de las mujeres más grande que trabaja en este lugar, tiene 58 años, pero aparenta menos talvez 50 ya es abuela y sus hijas e hijos saben cual es su trabajo. Sus senos y sus glúteos ya no le dejan de antes ahora vende zapatos y bolsas entre las “muchachas” para que pueda sobrevivir.
Doña Mari, como le llaman sus compañeras, empezó a trabajar en la calle siempre que se ha ganado más ahí, la tarifa en la calle es de 200 pesos, pero las mujeres que trabajan en la avenida central o en los parques son más jóvenes y la zona de tolerancia no es su lugar de trabajo ideal porque ahí llegan ancianos y niños buscan su primer encuentro sexual.
“Ya no tengo tantos clientes, son muy pocos, cobró lo mismo que las otras -30 pesos- pero ellas ya en la cama le sacan más, yo ya no puedo tengo echarme al menos dos al día para que salga lo del cuarto y me queden mis 35 pesos porque mis hijos ya hicieron su vida y yo me mantengo sola.
“Una se viene a la zona cuando ya ve que en la calle no se saca nada, el cuerpo esta muy jodido, las de la calle no se quieren venir acá porque dicen que aquí viene puro chamula pobre, viejitos y chavitos que todavía no se les para y es cierto”, señala esta mujer no con tristeza sino con resignación, sabe que los años en este trabajo les pasa la factura, cuando era joven tenía la oportunidad de escoger a sus clientes ahora se tiene que conformar con lo que hay.
Cada mujer que trabaja en este lugar tiene una historia, no todas son tristes, algunas optaron por este trabajo por convicción, por vocación “porque me gusta y si me pagan mejor”, dice una de ellas a gritos envuelta en una toalla y meneando su trasero por los pasillos de la zona de tolerancia.

Yachilán, cielo roto

Para mi querida Valita, mi amiga de aventuras, porque sean más años y mejores.

Yachilán se levanta en medio de la selva, los edificios construidos por los mayas entre 752 y 770 parecen esconderse entre tantos árboles y el caudaloso río Usumacinta, la ubicación de la ciudad fue precisamente lo que le valió para que no fuera destruida durante la invasión española.

TEXTO Y FOTOS: SANDRA DE LOS SANTOS

A primera vista parece una zona intacta, donde el tiempo no ha pasado. El silencio ayuda a contemplar mejor esta hermosa ciudad, cuando las voces humanas desparecen y el “clic” de las cámaras ya no se escuchan, el sonido de los monos, los tucanes y del andar del río Usumacinta son tan nítidos que permiten imaginarse cómo era Yachilán cuando los mayas la llamaban “lugar de cielo roto”.
Para llegar Yachilán se toma la carretera que va de Palenque a Bonampak, haciendo un recorrido aproximado de 130 kilómetros. En el poblado de Frontera Corozal se toman las lanchas que llegan hasta la zona arqueológica, durante el recorrido por el río Usumacinta, de poco más de una hora, se pueden ver cocodrilos y monos, el Usumacinta es bastante caudaloso resulta imposible creer que era atravesado en cayucos.
Yachilán no es una zona arqueológica más del mundo maya, desde que se ingresa al edificio 19, también conocido como El Laberinto, que es la entrada a la Gran Plaza del sitio se sabe que lo que está por verse es un lugar inimaginable.
El Laberinto, que recibe ese nombre por la compleja distribución de sus cuartos, está resguardado por decenas de murciélagos, en la cultura maya como el resto de las culturas prehispánicas este mamífero tiene un gran significado, su estancia en la entrada de esta zona arqueológica no es casual.
Al salir de la oscuridad del “Laberinto” se descubre la Gran Plaza. La superficie de Yachilan es muy extensa, pero su visita se restringe actualmente a parte de la Gran Plaza, la gran Acrópolis, la Acrópolis Pequeña y la Acrópolis Sur.
En el recorrido por la zona de Yachilán se pueden observar dinteles, estelas, edificios, juegos de pelota, todos cuentan por medio de su arquitectura la historia de los hombres y mujeres que los edificaron.
Describir Yachilán es difícil, esta ciudad hay que recorrerla, escuchar las voces que dejaron los mayas enterradas entre los cimientos de sus majestuosos edificios, preguntarle a los árboles que hacía Jaguar IV y como eran sus ceremonias, descifrar en el sonido que emiten los monos, las guacamayas y los tucanes la verdadera historia de esta cultura.

Yachilán, cielo roto

Seguidores

Periodismo sin censura en twitter

    follow me on Twitter