Esta tierra mía de costumbres amarillas

SANDRA DE LOS SANTOS/ LUIS DANIEL PULIDO

El ejido Francisco I. Madero, si se viera desde lejos, fuera amarillo. Las flores de cempasúchil o “musá” crecen por donde quiera, los sembradíos de calabaza en los patios de este lugar son comunes, pareciera que las calabazas estuvieran esperando su turno para cocerse con panela en esos fogones y llegar finalmente al altar de muertos.
En las casas del ejido Francisco I. Madero, ubicado en lado sur de Tuxtla Gutiérrez, ya empiezan los preparativos para la llegada de los fieles difuntos. En los techos ya cuelgan las hojas de maíz, que después de ser secadas se convertirán en las hojas de los tamales; las calabazas están en el patio esperando a su fiel compañera: la panela; el camote, también espera su turno para llegar al fogón y en algunos patios se cose el maíz para los tamales.
A diferencia de otros lugares de la capital del estado, en este ejido, la gente pone en sus altares lo que cosecha de la tierra: la calabaza, el maíz, la flor de cempasúchil y el camote.
Los campesinos dicen que la cosecha no les da para vivir, pero en estas fechas sacan todo lo cultivado para compartir con sus muertos, lo que aún la tierra no les ha dejado de dar.
Ahí va don Carlos con su costal lleno de flores de “musá” para ponerle a sus muertos, dice que las sacó de sus tierras, que vendió un poco, pero que apartó para sus fieles difuntos.
En todas las casas se preparan para el encuentro con sus muertos “hay que poner muchos cirios para que tengan luz y sepan dónde entrar”, dice un anciano, mientras baja del techo las hojas de maíz para los tamales.
En este lugar lo de Halloween no rifa, si se pudiera hacer una comparación, la lotería nacional sigue aquí tan vigente con sus personajes caminando por las calles rumbo al panteón: el diablito, la canasta, el aguardiente, el compadre. Todos personajes que habitan en la memoria de un pueblo que se resiste a la dura indiferencia de una ciudad como Tuxtla.
La comunidad se antepone a las sociedades modernas, el tiempo pareciera que nunca cambió ni las costumbres, ni las tradiciones. La familia no se delimita por efectos consanguíneos, ahí todos son parientes, lo del altar se comparte con los vecinos, los familiares vivos y muertos.El ejido, como tal, resiste los embates demográficos, pero mantiene sus tradiciones a través de sus hijos y nietos. Ahí están los niños ayudando a cortar la calabaza, a llevar las flores, a encender el incienso y el estoraque, van entendiendo de qué se trata la eterna costumbre de la muerte.

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